En conmemoración al Día del Lunfardo, que se celebra mañana, cinco de septiembre, publico un artículo que fue escrito por José Gobello y Luis Soler Cañas, ambos referentes del estilo lingüístico rioplatense:
La literatura lunfarda comienza, quizá, con aquella cuarteta citada el 17 de marzo de 1879 por Beningo B. Lugones, quien la llamó «la única poesía lunfarda que existe»:
Estando en el bolín polizando,
se presentó el mayorengo:
«A portarlo en cana vengo,
su mina lo ha delatado».
Por entonces, la musa lunfarda solo derramaba su inspiración en las celdas de las cárceles, donde algunos presos cantaban, en versos rudimentarios, las nostalgias de sus fechorías. Antonio Dellepiane reprodujo en El idioma del delito (1894) un par de esas composiciones y esta cuarteta memorable:
Cuando el bacán está en cana,
la mina se peina rizos:
no hay mina que no se espiante
cuando el bacán anda misho.
El lunfardo es todavía, para esa fecha, la tecnología criminal que estudia el futuro internacionalista Luis María Drago en Los hombres de presa (1888) y explica Fray Mocho en Memorias de un vigilante (1897). Sin embargo, ya comienza a ganar la calle y a infiltrarse en la literatura popular. Primero, el periodismo, donde militan hombres que habrán de dejar huella en la literatura argentina, y luego el teatro, espejos ambos de costumbres y de realidades, le dan cabida y lo lanzan a la circulación.
Espiantar, espiante, chirlo son palabras que aparecen ya en los folletines de Eduardo Gutiérrez, y en 1898, cuando escribe Gabino el mayoral, Enrique García Velloso acopia un buen número de lunfardismos: escrushante, espiantar, estrilar, funyi, otario, refilar, etc. El lunfardo sale a la calle y se empapa con tinta de imprenta a lo largo de las dos últimas décadas del siglo XIX. A fines de dicha centuria y a principios de la actual, se divulga una abundante versificación lunfarda, publicada en folletos hoy inhallables, que motivó en 1902 el severo examen de Ernesto Quesada. Las revistas populares, por esa época, y los diarios del mismo carácter, alrededor del Centenario, acogen versos y prosas lunfardas, o mechados de lunfardismos; producción que se prolonga luego en las letras de tango y en revistas como El Alma que Canta, El Canta Claro, La Canción Moderna.
El teatro, puesto que copió escenas y tipos populares, no pudo prescindir del lunfardo, que, a principios de siglo, era la lengua viva de los conventillos y los peringundines, a la que enriqueció, como las literaturas enriquecen siempre los idiomas, con giros y modismos, y, excepcionalmente, también con algún nuevo vocablo. Si nuestra antología no se hubiera propuesto ser breve, habría dedicado gran número de páginas a ofrecer una muestra aproximadamente completa del lunfardo escénico. La estrechez del espacio asignado a este trabajo nos determinó, empero, a registrar solo a tres autores, en representación de todos sus colegas: Florencio Sánchez, Alberto Vacarezza y José González Castillo.
El lunfardo tentó a los escritores populares. Félix Lima –como más tarde Roberto Arlt– lo usó en sus viñetas periodísticas. Evaristo Carriego compuso algunas décimas en lenguaje cerradamente carcelario, que parcialmente reprodujo Borges en su ensayo (1930), y de las que transcribimos una serie íntegra. Bastante tiempo después, Enrique González Tuñón glosó letras de tango en el lenguaje que el tango usaba entonces. No se trata, ciertamente, de escritores lunfardos; pero como no desdeñaron las posibilidades expresivas de los lunfardismos, a los que abrieron una generosa perspectiva literaria, su inclusión en este volumen nos pareció indispensable.
Problema imposible de resolver satisfactoriamente fue el del espacio que debíamos dedicar al tango. Una insondable y desigual literatura tanguera amenazó, de entrada, con aplastar este tomito. Mucho dudamos frente a ella, hasta que optamos por conferir su representación a una sola composición: Mi noche triste, de Pascual Contursi. Esta elección, por lo demás, no fue caprichosa. Entendemos que, si es cierto que Mi noche triste inauguró una desdichada época lacrimógena del tango (con claros antecedentes en Carriego y en los payadores urbanos), también es verdad que salvó al lunfardo del destino caricaturesco a que parecía haberlo confinado el sainete.
(…) Podríamos haber enriquecido fácilmente este librito al punto de quintuplicar su volumen, lo que no es posible por razones editoriales de mucho peso y también porque solo nos propusimos brindar una breve selección, en la cual, nombre más, pieza menos, figurase lo más representativo de una literatura que no es tan escasa como quizá imagina el lector y que, aunque menospreciada, ha logrado producir La crencha engrasada. Lo cual no es poco decir.