Por Rodolfo Biscia.
Como lo deja en claro la sintaxis de su frase inicial, El bosque de la noche de Djuna Barnes no es un libro apto para lectores impacientes por la peripecia. Está destinado a quienes lujosamente leen para releer, por el placer de paladear los hallazgos de una prosa incluso en traducciones siempre
rengas, y a los sedientos de personajes sustanciosos, aquí una troupe de expatriados que entrecruzan sus destinos en un escenario hecho de retazos de Berlín, Múnich, Viena, Nueva York y una dosis muy generosa de París.
Entramos a la ficción a través del monóculo de Felix Volkbein, que parece escapado de una novela de Joseph Roth. Es un judío asimilado que venera y añora la aristocracia de los Habsburgo: al revés que en la heráldica, la morosa descripción de los antepasados sólo acentúa lo fraudulento de su
genealogía. Como el resto de los personajes de esta historia, Felix mendiga el amor de Robin Vote, un deidad sin orígenes, misteriosa y promiscua.
Ajena a los roles de esposa, de madre, de amante, Robin abandonará a su marido y a su hijo, y a dos de sus enamoradas; por si fuera poco, llegará a abusar de una niña. Es tal vez una predadora sin paz que se hace pasar por presa y que insólitamente acabará abrazando la religión de su marido. La heredera Nora Flood, “una mujer del Oeste”, es la principal de sus víctimas. Se vuelve pretendiente, sierva, perseguidora de Robin en sus rondas nocturnas. Debido a su creencia en la palabra, en cierto momento se compara a Nora con una cristiana primitiva. Pero será vencida, o se dejará vencer, por Jenny, viuda de cuatro maridos, que se llevará a Robin como botín a Norteamérica.
En esta historia de amores tortuosos, todos lloran sus penas en el hombro del doctor Matthew O‘Connor. Es un irlandés de San Francisco trasplantado a orillas del Sena. Combatió en las trincheras; ha hecho abortos clandestinos; ejerce sin licencia. Es muy chismoso y muy pobre. Alterna entre el café que es su segundo hogar y un cuartucho donde traviste su cuerpo en declive. ¿Quién mejor que un ginecólogo para acceder a los secretos de un gineceo? Atendió a Jenny y logró resucitar a Robin de un desmayo mucho después de haber asistido su parto. Además de comadrón tiene algo de celestino: arregló el matrimonio de Felix con Robin. Del hijo de ambos es capaz de diagnosticar con piedad su grado de deficiencia y su vocación para la infelicidad.
Como consultor sentimental, el doctor O’Connor encarna una paradoja: la del confidente locuaz. Es su fraseología, no sus actos, lo que lo vuelve inolvidable. Mediante chanzas y digresiones anecdóticas, esclarece las relaciones entre los
personajes y a la vez desmiembra la trama y complica su cronología. Las parrafadas de este charlatán genial marcan el tono de la novela mucho más que el langage soutenu de la narradora. Sus máximas y proverbios merecerían recopilarse en una antología.
Puntería y excentricidad. La postulación a clásico de la literatura lésbica le hace poca justicia a El bosque de la noche. En las páginas de esta enciclopedia sobre la noche se perfila una teoría del amor como radical desencuentro entre los seres, cualesquiera sean su sexo o sus tránsitos. La dimensión bíblica de esa filosofía trasciende las provincias de Sodoma y Gomorra, y atañe a coordenadas cosmológicas: un mundo caído, necesitado de una redención que de antemano se declara imposible.
El doctor lo resume en dos versículos: “El hombre nace condenado e inocente desde el principio, y malísimamente (como debe ser) sobre estos dos temas silba su melodía”. O también mediante un aforismo digno de La Rochefocauld: “Ninguno de nosotros sufre todo lo que debería, ni ama todo lo que dice amar”. Y, sin embargo, a todos –judíos y goy, católicos y puritanos, encumbrados y marginales– los toca eso que bellamente se nombra como “la consanguinidad del dolor”.
Pocas veces sentimientos tan viscerales adoptaron una expresión tan barroca. De cierto personaje, Djuna Barnes no se limita a escribir que “despertó”, sino: “El espasmo del despertar brotó de las profundidades del reino del desmayo”. De la noche se afirma, en cierta página, que “es una piel tirante que recubre la cabeza del día para que el día pueda ser atormentado”.
La inteligencia y la gracia nos sacuden en otros pasajes. La descripción de Jenny, por ejemplo, evoca la antropogénesis: “Cobijaba en algún punto de su ser la tensión del accidente que convirtió la bestia en el afán humano”. Del rostro de Robin no se enfatiza su aspecto juvenil: se predice que “sólo envejecerá a golpes de infancia perpetua”.
Instalada en la latitud más metafórica de su idioma, Djuna Barnes admite medirse en retórica con Shakespeare, John Donne y Thomas Browne; también, entre otros modernos, con James Joyce. La expresión suntuosa de la sordidez es uno de sus dominios privilegiados.
Sus descripciones son piezas de bravura: léase en el segundo capítulo la presentación de Robin, que bordea el delirio estilístico. Sus comparaciones pueden resultar excéntricas, pero siempre son certeras. Los símiles se suceden en cascada: ni bien el lector acaba de desentrañar uno de ellos, ya le
espera el siguiente con su enigma, su música y sus quilates semánticos. En general, la escritura de El bosque de la noche documenta la fase manierista –quizá terminal– del alto modernismo.
La novela admite, pero no requiere, ser leída en clave: muchos rasgos del doctor O´Connor se inspiran en el estrafalario Dan Mahoney; Nora es un evidente alter ego de Barnes; la artista Thelma Wood sobrevive más en Robin que en sus dibujos hechos con punzón de plata.
Parte del manuscrito fue redactada en Hayford Hall, la pintoresca mansión que Peggy Guggenheim alquiló en Devonshire. A esa mecenas está dedicada la novela, así como al crítico John Ferrar Holms, el primero en descubrir la afinidad del libro con La anatomía de la melancolíade Robert Burton.
¿Todavía una palabra sobre T. S. Eliot? Aunque más tarde se tendió a interpretar su imprimátur y su prefacio como el caballo de Troya del patriarcado, debemos agradecer su gesto: apadrinó un borrador rechazado por seis editoriales y fue sensible a los tesoros de su prosa, cuya extrañeza él asimiló con la de la poesía.