¿Es verdad que la Literatura argentina comienza con una violación?

Por Fernando Pagano.

La literatura argentina empieza con una violación”, afirmó el escritor y profesor David Viñas, uno de los críticos literarios más respetados del país, en su libro Literatura argentina y realidad política. Y ya veremos por qué. Se refería a El matadero, el cuento de Esteban Echeverría considerado como el texto fundacional de las letras nacionales.

Mucho antes que Borges, antes también que el Facundo o el Martín Fierro, Echeverría, de cuya muerte se cumplen 137 años, fue el primer gran autor argentino. En 1837, la publicación de su largo poema épico La cautiva fue el primer antecedente de la novela en el país. Pero fue durante su exilio en el campo Los Talas (partido de Luján), mientras se escondía de Juan Manuel de Rosas por la cruzada del caudillo federal contra los unitarios, que Echeverría escribió El matadero, el relato que lo llevaría a ser considerado el padre de las letras argentinas.

Sin embargo, El matadero, escrito entre 1838 y 1840, no se publicaría hasta 1871, es decir, 20 años después de la muerte de su autor. No se conocen con precisión los motivos que llevaron a Echeverría a mantener inédito este cuento, pero bien podría asumirse -y esto no es más que eso: una hipótesis- que fue, al menos en parte, por lo violento y sexualmente explícito de su contenido, así como por la fuerte crítica política que representa. Pero vayamos por partes.

El primer cuento y la primera grieta

El matadero arranca en un año indeterminado de la década de 1830 con un diluvio de proporciones bíblicas que inunda las calles de Buenos Aires. Pero el combustible de la trama de este cuento de solo quince páginas no son los destrozos ocasionados por el agua ni la muerte de ciudadanos: es, como su título lo anticipa, la falta repentina de carne. “Por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna”, escribe el autor.

Desde los primeros párrafos -y esto comprueba que la “grieta” en Argentina no es una invención del siglo XXI ni tampoco del XX, sino que data de los comienzos mismos de la Nación-, Echeverría presenta una Argentina dividida en dos.

De un lado están los “salvajes” federales comandados por “el Restaurador”, una figura que hace referencia al entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, aunque nunca lo nombra de manera explícita. En el cuento, los federales representan la ciudad, la barbarie y la tiranía del poder.

Y del otro, los unitarios, retratados como la civilización que tuvo que huir de la ciudad al campo, como lo hizo el propio Echeverría, para esconderse de la persecución federal.

Ante la escasez repentina de carne, que durante una quincena mantuvo vacío el matadero, un día llegan cincuenta novillos. Pero la repartija, claro, no se da de manera equitativa. Como se muestra en las primeras páginas del cuento, los federales se llenan la panza mientras que el pueblo -retratado peyorativamente como un conjunto de brutos e incivilizados- se conforma con las sobras: una “negra bruja” esconde grasa robada “en las tetas” mientras “dos africanas” se llevan a rastras, entre la mugre, las entrañas del animal.

“¡Cosa estraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!”, escribe el autor.

Así, en el primer cuento realista de la literatura argentina, Echeverría sienta las bases de la primera grieta en una Buenos Aires que “atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento”. Desde la ficción y a través de la imagen del diluvio, el autor denuncia que, con el aval de la Iglesia, los federales hacían responsables a los unitarios de todos los males del país:

¡Ay de vosotros pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! (…) Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os declarará malditos.

Pero entonces, ¿por qué Viñas afirmó que “la literatura argentina empieza con una violación”?

El primer mártir y la primera violación

A lo largo de El matadero, y pasando paulatinamente de lo metafórico a lo real, Esteban Echeverría va construyendo la imagen de la persecución federal a los unitarios y la amenaza que, para él, representaba el rosismo para Argentina.

Primero, de manera casi imperceptible, narra la muerte accidental de un niño dentro del matadero mientras la muchedumbre discutía si un toro que estaba por carnearse era efectivamente un toro o una vaca. En medio del ajetreo, entre conversaciones acaloradas sobre los genitales del animal, el toro logra escapar. Pero, al soltarse con violencia del lazo que lo retenía, este termina cortándole de cuajo la cabeza a un niño, imagen que, sin embargo, no parece detener la escena. La atención de la multitud está en el toro, que sale del matadero y, al galope, penetra la ciudad.

¿Es posible escapar del matadero, de ese laberinto protokafkiano que representa el poder absolutista de Rosas? Aunque el toro, en su resistencia, logra alejarse algunos kilómetros, es capturado y arrastrado de vuelta a aquel lugar en el que encontrará su perdición: “Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías (…) Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estalla en el cementerio”.

Pero después de la muerte del niño y del escape (y consiguiente captura) del toro, Echeverría decide terminar el cuento con una tercera escena mucho menos metafórica que las primeras dos. En medio de la faena del animal, mientras la muchedumbre disputa sus vísceras, se escucha que alguien grita: “¡Allí viene un unitario”. Y en pocos párrafos, lo que era una idea pasa al reino de lo concreto: la grieta, de repente, se hace cuerpo.

El hombre, que para muchos críticos es una representación del propio Echeverría, es presentado así: “Era este un joven como de 25 años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno”.

Cuando la horda de gente nota que el unitario no lleva la divisa punzó -una franja de color rojo que distinguía a los federales-, éste es capturado y arrastrado, como el toro, hacia el matadero. Algunos claman que sea degollado, pero el Juez, la principal figura de poder del lugar, detiene el inminente linchamiento y manda a que le traigan al joven inmovilizado. La rapidez de una muerte sin sufrimiento, según parece, es un lujo del que ningún federal debería gozar.

“Éste es incorregible”, le dice un “negro petizo” al Juez al ver la resistencia del joven. “Ya lo domaremos”, le responde el mandamás que, sin perder la calma entre los gritos de la muchedumbre que reclamaba sangre, sentencia: “Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa”.

“A pesar de la fealdad monstruosa con que nos son descriptos los federales, las evidentes connotaciones eróticas, sadomasoquistas y vampíricas de El matadero aparecen desde el momento en que todo el relato se nos presenta con un ritmo casi sexual in crescendo que parece prepararnos para la escena final del derramamiento de la sangre, y no del semen, del joven patriota atado boca abajo sobre la mesa”, escribe el investigador argentino Adrián Melo en su Historia de la literatura gay en Argentina.

Para este doctor en Ciencias Sociales y Licenciado en Sociología, “la literatura argentina se abre oficialmente con dos imágenes sexuales: una (Amalia, de José Mármol) muestra la unión sexual que debe ser y que permitiría el progreso fecundo de la Nación y la otra (El matadero) describe el sexo anormal que practican los enemigos de la Patria y la civilización”.

Agrega Melo: “El sexo es la metáfora de la que se sirve el autor para expresar el salvajismo de los federales, los opositores políticos que no deben formar parte del proyecto nacional. La escena de la violación se repite una y otra vez en la literatura argentina para expresar las distintas formas que tomó el dilema sarmientino en la historia del país”.

La grieta, entonces, no existe solo en el mundo de las ideas sino que se condensa en la carne que, ante la imposibilidad de acuerdo o convencimiento alguno, debe ser sometida a como dé lugar. Pero Echeverría, para enaltecer la virilidad del unitario, le da un final “digno” de un hombre.

Primero degollarme que desnudarme, infame canalla”, grita el joven mientras los ayudantes del Juez, haciendo caso omiso a sus reclamos, lo despojan de sus ropas y lo atan boca abajo en la mesa. Y es ahí cuando el autor encuentra una alternativa más honorable para el inminente destino del unitario, que explica la frase de Melo sobre el derramamiento de sangre pero no de semen, y que demuestra cómo al unitario le pueden arrebatar todo salvo las convicciones y la hombría:

Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.

Con su honor y su virilidad intactas, el joven unitario “estalló de rabia” y salvó así su dignidad de “la verga y el puñal de la federación rosina”. En su última conversación con el Juez, le dice: “La fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas”.

“¿No temes que el tigre te despedace?”, le pregunta el Juez. Y el unitario, en uno de sus últimos alientos, le contesta: “Lo prefiero a que maniatado me arranquen, como el cuervo, una a una las entrañas”.

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