Henry y William James

Por Rodolfo Biscia.

Mediaban los años ochenta y, en un curso sobre Leibniz en la Universidad de Saint-Denis, Gilles Deleuze notó la ausencia de un estudio conjunto sobre los hermanos James, Henry el literato y William el filósofo. Entre sus alumnos estaba David Lapoujade, que se encargaría de entretejer esos hilos en Ficciones del pragmatismo (2008), libro hospitalario con lectores de uno y otro bando.

A la vez cartero y contrabandista, Lapoujade pone en práctica un sistema de reenvíos. Si el psicólogo William persigue la inmediatez de la experiencia pura, el novelista James se deleita en su carácter indirecto (es un mago de la oblicuidad). Si William expuso su filosofía mediante una especie de relato de aventuras, su hermano transformó la novela en la forma reflexiva por excelencia. Los procesos de fabulación de las ficciones de Henry echan luz sobre la teoría de William sobre la relación pragmática entre voluntad, creencia y verdad. (No hay que engañarse: una idea se vuelve verdadera porque queremos creer en ella.) Pero las correspondencias no terminan allí.

Ambos comparten una sensibilidad vitalista. Y la célebre “focalización” de los narradores de Henry James rebasa el subjetivismo para arribar a una concepción plural de la experiencia donde reinan las perspectivas, concepción que encuentra su exacta contrapartida en la obra de William. (A su vez, este perspectivismo acerca a los hermanos a la filosofía madura de Leibniz: otra intuición de Deleuze, que en El pliegue amplió la sociedad para incluir a Nietzsche y Whitehead.) Recordemos que, en William, ese pluralismo metafísico es fruto de un empirismo radical, nada ingenuo, que lo llevó a acuñar la noción tan contemporánea de “pluriverso”.

Hace algunas décadas, Maurice Blanchot propagó con éxito un dogma oscurantista: los escritores serían incapaces de leerse a sí mismos. No hay mejor contraejemplo que los prefacios de James a la llamada “Edición de Nueva York” de sus obras, ejercicios fulgurantes de autolegibilidad. Lapoujade recurre a fondo a los axiomas que un dios frasea en esos prólogos: formaliza lo que tan bien lee Henry en sus propias páginas, y también abre otros interrogantes, en discusión amable con el psicoanálisis y apenas más hosca con el estructuralismo en retirada de un Todorov o un Genette.

Así ilumina, por ejemplo, la geometría del espacio novelístico de Henry, tensado por antítesis y regido por simetrías y combinatorias que los estudios literarios descuidan: “La obra de James es un enorme poliedro que no cesa de incrementar el número de sus lados”.

También caracteriza con gracia la comparsa de figuras que pueblan el “pluriverso” jamesiano: los dobles, los fantasmas, los solteros, pero también las parejas clandestinas, los arribistas de uno y otro sexo, y los estetas resentidos. Sin olvidar la gradación entre sujetos provincianos, insulares, migrantes y cosmopolitas, en un mundo de relaciones contractuales o de vínculos marcados por la lógica del don, cuando no por la depredación y el vampirismo (un mundo darwinista avant la lettre).

En Henry James, explica Lapoujade, las conversaciones son torneos de actos de habla y también la arena dialógica donde lo mental se proyecta. Las verdaderas acciones –a veces, las únicas– consisten en inferir, presuponer, sugerir. Aparentemente inocuos, estos actos pueden ser tan terribles como una puñalada o un envenenamiento, y no hacen más que expandir los circuitos del desplazamiento hermenéutico: “El interlocutor nunca responde a lo que se dice, interpreta una interpretación”. De ahí a la semiótica de Peirce sólo hay un paso, o ninguno.

Si tantos de estos personajes dilapidan sus potencias vitales e intelectuales en el conocimiento conjetural de la conducta ajena, no es casual que James enrarezca su prosa al acompañar sus evoluciones. En un ensayo no superado, R. W. Short investigó las alteraciones que el escritor infligió a la sintaxis e inventarió sus manierismos; también subrayó que, en sus relatos, la vaguedad semántica resulta menos de una carencia que de una sobrecarga de especificación. Lapoujade no desconoce esos análisis y los profundiza.

Puede que, hacia el final de Ficciones del pragmatismo, el interés del lector decaiga. ¿Consecuencia del método, que veda toda mención a los ricos detalles biográficos? ¿De un exceso de deleuzianismo, que condena al discípulo a argumentar con parsimonia?

Si el autor nos persuade al exponer el pensamiento de William James, en diálogo con la filosofía de Dewey, Peirce y Whitehead, sus desarrollos sobre Henry dejan, en cambio, algunos aspectos en la sombra. Aunque subraya la presencia del cuerpo ahí donde tendemos a considerarlo ausente, no dedica una palabra ni al humor del narrador ni a su distancia irónica, indisociable, de su crueldad. Tampoco repara en su talento para dosificar las revelaciones de sus folletines intelectuales ni en su tortuoso sentido del suspenso.

Otros puntos ciegos atañen al desafío que Lapoujade mismo se impuso al cotejar la producción de un filósofo innovador con la de un escritor sublime. ¿Cómo se conectan los desarrollos del psicólogo William sobre la imaginación y el endiosamiento de esa misma facultad que encontramos en cada una de las obras de su hermano? ¿Por qué la filosofía experimental de William inaugura un más allá de la ética, mientras que las ficciones de Henry son indisociables de una casuística moral?

Es mérito del ensayista francés que sólo podamos formular estas preguntas –de ardua o imposible respuesta– una vez que hayamos leído su libro.

Ficciones del pragmatismo. William y Henry James, David

Lapoujade. Trad. Andrés Abril. Cactus Editorial, 288 p.

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