Por Diana Fernández Irusta.
Ida Vitale habla de “las prodigiosas coagulaciones del alfabeto” y cómo no pensar en ese milagro que de tan improbable se nos hace invisible: un sonido que se engarza con otro – notas de un pentagrama; las llamaremos fonemas–, seres que tejen susurros, signos, símbolos, palabras. Nuestro planeta no es solo el planeta azul, el del oxígeno y las condiciones aptas para la vida, es el lugar donde una extrañísima especie inventó algo llamado lenguaje. Y en eso andamos.
La escucho a Ida Vitale, escritora uruguaya, 99 años que ni se notan, hablar de las “prodigiosas coagulaciones del alfabeto”, y pienso que hay que ser poeta para aludir tan bien y tan brevemente a la maravilla y a la carne, a lo intangible y su costado crudamente real. La escucho y la miro, porque estoy viendo el documental que lleva su nombre, dirigido por María Arrillaga y presentado a comienzos de este mes en Malba.
La película se filmó en 2019, en torno al viaje que Vitale realizó a España cuando recibió el Premio Cervantes. Pero es mucho más que eso. Como suele ocurrir en los documentales de este tipo, la cámara busca acercarnos al rostro cotidiano, aquello que un escritor –una escritora– es por fuera de sus libros.
Vemos, entonces, a una mujer mayor en su casa de Montevideo, abre que te abre cajas y archivos: nueve décadas de vida diseminadas en fotos, recuerdos de viaje, cartas, estantes de biblioteca repletos de libros.
Hay una pequeñísima escena. La cámara está en lo que suponemos es un balcón; encuadra los postigos de una ventana y apenas muestra las manos de la escritora que tiran de ellos hacia adentro y los cierran.
Un poco agradezco esa imagen: nos recuerda la elegancia de la discreción. Este es un documental sobre Ida Vitale, sí, parece decirnos la escena, pero no es una incursión desaforada en su vida. La poeta elige cuándo replegarse, qué mostrar y qué no. Como en cualquier buen poema, siempre hay un momento para honrar al silencio. Una diminuta gota de misterio: alguien cierra los postigos. Momento de descanso. Intimidad.
A Ida Vitale, la película, no parece preocuparle el detalle de la biografía minuciosa. No estamos viendo una recreación pormenorizada de la vida de Ida, sino varios instantes de su presente en la Tierra.
Hay citas, desde luego, a su escritura. Frases como perlas. “A mí misma me ofrezco/ aprender día a día en el mundo,/ luego al mundo le ofrezco/día a día olvidarlo, /para yo no ser menos”, dice uno de los poemas mencionados en el documental.
Descubrimos que la escritora se detiene por unos segundos ante la maravilla de una planta, alguna flor (hay muchos jardines, parques y árboles en el documental). Observamos cómo ella observa con ternura a los seres silentes: mascotas en casas de conocidos, un caballo que no parece estar pasándola muy bien en un rincón de Sevilla.
Habla de los colibríes. Se fascina ante su velocidad y tamaño. Recuerda los versos que les escribió: “La resolana que vibra,/ un breve sol en el seto,/un ts ts que al aire libra/su peligro secreto”. Y recita el cierre del poema, cuando admite que no pudo concretar el sueño de que alguno de esos pajaritos descansara en su mano para, así, “por un segundo/sentir cómo late el mundo”.
Hay movimiento en el documental. Muchos viajes. Ida se sube a un auto, las luces nocturnas de la ruta la engullen. Ida en avión, en tren, en barco. Asiste a lecturas; en España recorre la Residencia de Estudiantes, va a la Casa de América, es homenajeada por los reyes el día de la entrega del Cervantes. En Uruguay visita una escuela entre las miradas extasiadas de las maestras y el desenfado del piberío de guardapolvo blanco.
Nueve décadas de vida y el asombro por el mundo, intacto. Así hay que llegar, me digo. E intento prometérmelo.