Por Margarita Martínez.
Cuando Gutenberg inventó la imprenta, en la década de 1450, y el sistema de tipos móviles desplazó a los manuscritos iluminados (y también a las xilografías) para difundir libros y proclamas, no imaginó nunca que el futuro lejano abriría paso a un nuevo tipo de escritura palimpséstica, la escritura con fibras de luz que practicamos en la actualidad. Escribir, borrar y sobreescribir en una pantalla, eliminar y adjuntar son prácticas cotidianas que afectaron la idea de original, la idea de autor, de libro y archivo y, en suma, el tenor mismo de la tarea intelectual.
Iluminadas de otra manera, estas nuevas escrituras convirtieron los archivos en volátiles e impalpables y, por ello, en la imaginación colectiva, en eternos e indelebles. Aunque los hechos técnicos demuestran que solamente en apariencia: la información guardada, no es nada si las versiones y reversiones de los programas y máquinas que utilizamos para acceder a ella no realizan sucesivas incorporaciones de antiguos códigos de encriptación. Sin embargo, el entusiasmo ante la posibilidad de preservación que ofrecen las nuevas tecnologías digitales se derivó del efecto compensatorio de un trauma todavía vigente en la memoria occidental, el incendio de la Biblioteca de Alejandría, un trauma que también fue, a su modo, un “hecho de luz”.
Había un preciosismo puesto a jugar entre quienes constituían un archivo o armaban una biblioteca, un fetichismo del orden, de lo inhallable y lo único. Había una entrega del espacio material y del tiempo de vida en la constitución de un panel de memoria o de preferencias singular. Su pérdida o dispersión era entonces una real tragedia cultural o personal. Pero había algo más y es que, hasta hace muy poco tiempo, el cuerpo tenía que lidiar con el peso y el volumen del papel. Esto quedaba en evidencia en cualquier mudanza de libros, pero también en algunos de los objetos que más remiten al archivo en nuestras bibliotecas, los diccionarios y enciclopedias, que hoy pasan al acervo colectivo de la web o a los espacios de cultura públicos.
Las enciclopedias eran muy difíciles de ubicar –ocupaban estantes, y estantes– y eran implacables con su peso. Se ha dicho que sacarlas, ponerlas y moverlas eran tareas tan titánicas como dominar su contenido: la enciclopedia era una pesadilla material, pero también una pesadilla de los sueños humanos, por su afán totalizador. Frente a ese objeto pétreo e inmóvil que se actualizaba más lentamente que el mundo, aparecen hoy “objetos” que archivan y compendian, que tienen peso, pero en información, objetos que tienen una entidad material de otro orden y que se presentan como una suerte de infinito escrito por mil manos y en tiempo real. Frente a la pesadillesca gravedad de la materia, se abre la ensoñada imaginación de un espacio impalpable, mítico, donde además todas las imágenes literales y metafóricas son posibles y cuya escritura y soporte son la misma luz.
En términos de revolución cultural, nuestros archivos siempre pueden tener una página más, porque siempre puede haber una página más en Internet y porque el acopio en información codificada se muestra como más etéreo. Esta presunción del infinito abre una excitación mayor respecto del archivo que el que podía sentir cualquier renacentista letrado, actualizando una suerte de “nostalgia” de esa tipología de libros del saber que eran las compilaciones de maravillas, diferentes de la enciclopedia eminentemente textual propia de la Modernidad, por ejemplo, la famosa Enciclopedia Británica. Las combinaciones gráficas de textos e imágenes que habilita Internet, la posibilidad de hacer un zoom abriendo una ventana en otro lugar, todo eso nos lleva hacia nuevas formas del archivo que asombraría al renacentista que llevamos adentro. Y la posibilidad de acceso a ese archivo supera también a nuestro ilustrado interior. Hay algo más que lo cambia todo: cualquiera puede ser autor de la nueva prosa del mundo. Se observa en todas partes una producción escrita doble y aluvional: la de la construcción comunitaria de la red, más anónima, y la que se focaliza en el “yo”, también palimpséstica y online. Nuestras escrituras individuales se publican continuamente en redes más allá del libro y se preservan de modo tal que constituyen una suerte de archivo que gravita sobre la cabeza de cada cual, aun si las queremos borrar. El mismo rasgo que hace su virtud (el almacenamiento infinito) supone su desventaja: lo más reciente desplaza a lo más viejo, y lo más antiguo queda sepultado bajo toneladas de nuevas impresiones. También las cosas se preservan, en un punto, “a pesar de” y sin que tengamos control de dónde.
Por eso las transformaciones del libro dentro de los modos técnicos de producción de lo escrito es también la crisis de la idea de autoría, y junto con la de autoría, la crisis de la idea de autoridad, etimológicamente emparentada. Si creemos que el “peso” no obliga a seleccionar, entonces suponemos que no hay que discernir, aun si, frente a las antiguas jerarquías del saber, aparecen otras derivadas de la aprobación (número de seguidores, de likes y retwitteos, y siguen los etcéteras). Hoy intervenir se hace más urgente que meditar. Ni mejores ni peores, estos fenómenos señalan un cambio en el oficio del intelectual, que ahora debe incluir estrategias de autopromoción que vuelven más opaco el valor de lo que hace. Esto se refracta en la lógica del archivo general que, al “guardarlo todo”, desplaza el dilema de preservar a discernir lo valioso de lo irrelevante, lo que produce sentido y la información sin más.
En síntesis, las luces de la Ilustración cambian de sentido, y los libros que reflejaban luz (la del ambiente, pero también la del conocimiento o el saber), ahora emiten una luz, en sus formatos en pantalla, que no sabemos del todo con qué asociar. Pero en tanto, objetos, todavía fijan en una forma y preservan el simulacro en el mundo de las cosas. Por su lado, la biblioteca también sigue existiendo pero despegada de la obligación del archivo. Esto la hace más depurada, sin su hándicap de permanente incompletud, tal vez un ejercicio de síntesis, una prueba de estilo o, tal vez, de modo más concentrado que antes, lo que a su modo siempre fue: una recolección de voces, un tono coral elegido para leer la realidad, y que ahora también se muestra como imagen literal de la cultura.