Por Omar López Mato.
La madrastra de Cenicienta le acerca el cuchillo a las hermanastras. “Córtate el dedo”, dice primero, y luego, a la segunda: “córtate el talón”. Sin dedos ni talón las dos, sangrantes, calzan el zapatito, pero ninguna logra engañar al príncipe. Tal es la crueldad de los cuentos infantiles de los hermanos Grimm que mantenían una finalidad filológica y no de entretenimiento. Jacob y Wilhelm Grimm recopilaron cuentos en distintas localidades de Alemania para demostrar la influencia de los hugonotes franceses en los diversos dialectos germanos. Solo por añadidura, los niños comenzaron a leer estas historias que durante siglos se trasmitían oralmente con una finalidad didáctica: crear respeto ante el medio hostil. En esos años, el lobo feroz existía, los huérfanos abundaban y en todo el mundo había épocas en las que se pasaba hambre. La sociedad rural europea del siglo XVI y XVII vivía esencialmente igual desde hacía casi mil años. Solo la introducción de la papa y el maíz habían modificado el esquema productivo. Sus existencias eran una sucesión de heladas, inundaciones o sequías que alternaban con guerras, epidemias y, sobre todo, hambrunas. La vida era cruel y la crudeza de los relatos preparaba a los niños para esa existencia.
Si el año venía bien, el clima era benigno y ningún ejército decomisaba sus cosechas, el campesino, después de pagar sus impuestos al señor feudal, podía asegurarle el sustento a su familia. De no ser así, todos pasan hambre y muchos miembros de esas familias eran más vulnerables a las enfermedades. La mayor parte de los campesinos tenía un área restringida para cultivar. Entonces un hombre podía trabajar 20-30 hectáreas (era lo que Marx llamaría el “minifundio antieconómico”). Para acceder a áreas mayores debía contar con la mano de obra gratuita de sus hijos. Cuantos más hijos, mayor era el área que podía trabajar. En ese entonces la falta de métodos anticonceptivos facilitaba la constitución de familias numerosas. La vida de las mujeres era una sucesión de partos, pero también entonces la mortalidad perinatal era enorme, razón por la cual el granjero frecuentemente enviudaba y se volvía a casar para continuar con su génesis de trabajadores. El “creced y multiplicaos” estaba a la orden del día. Es así que aparece la poco simpática y cruel figura de la madrastra en la mayoría de los cuentos: Cenicienta, Pulgarcito, Hansel y Gretel. Y, ¿por qué la mala prensa? Porque cuando el año venía mal y la cosecha fallaba (circunstancia frecuente), la comida escaseaba y la madrastra era la responsable de distribuir los alimentos, ¿a quién les iba a dar la prioridad? Pues a sus hijos y no a los de “la otra”. Cuando no había comida eran los hijos del anterior matrimonio (obviamente mayores) los que debían abandonar el hogar paterno en busca de un mejor destino, que no era fácil. Los bosques estaban plagados de lobos y osos, de bandidos, de gente hostil y de belicosos ejércitos que rapiñaban todo a su paso. Los jóvenes corrían mil peligros hasta conseguir un trabajo para sostenerse. Los finales felices como los de Pulgarcito o Hansel y Gretel eran excepcionales.
Los cuentos que se recitaban alrededor de los fogones eran didácticos, porque advertían a los más jóvenes sobre los riesgos del camino, las brujas, los bandidos y embaucadores. La vida era cruel, peligrosa y solo a veces había “un final feliz” y se comían perdices. Un factor común en estos cuentos era el acecho del hambre. Si no era previsor –como los Tres chanchitos– o se vivía en forma despreocupada como la Cigarra, lo más probable era que se pasase hambre. Las alusiones a la antropofagia –como las de Hansel y Gretel– eran reales, son varios los casos de canibalismo relatados y documentados. Los más famosos acontecieron durante la Revolución Francesa, pero de ninguna forma fueron los únicos. La iconografía de la época, los famosos desnudos de Velázquez o Rubens muestran señoras excedidas de peso (en las Tres Gracias hasta puede verse que padecen celulitis) como sumun de la belleza de un grupo social que tenía la suerte de comer todos los días, lujo que le estaba negado a estos jóvenes lanzados a los caminos por “culpa “de las madrastras y de sus padres que consentían esta separación (aunque pocos cuentos de esa época tengan en cuenta la figura del padre abandónico). Los tiempos cambiaron y en el siglo XIX las condiciones comenzaron de a poco a mejorar. No todo era, necesariamente, tan cruel. Al menos los cuentos de Dickens relatan está inequidad que a muchos les parecía “normal”.
El primer gran cuento infantil en romper este canon fue el de Alicia en el País de las Maravillas, donde prima el sinsentido, paradójicamente escrito por un profesor de lógica como lo era el reverendo Charles Dodgson (cuyo seudónimo era Lewis Carroll). En esta historia, aparentemente disparatada, se burla del terror que los otros cuentos infantiles trataban de inspirar bajo la figura de la reina que ordenaba decapitar a quien la contradijese. En estos viajes de Alicia por un mundo maravilloso, Lewis deja entrever que la vida, a pesar de sus sinsentidos, de sus angustias e ilusiones es una encantadora aventura que merece ser vivida a pesar de los lobos feroces y las madrastras.