Por León Tolstoi.
Era la Nochebuena, y aunque todavía no era noche, las luces habían comenzado a aparecer en las tiendas y en los hogares de una pequeña villa rusa, porque el corto día de invierno casi había terminado. Muchos niños entusiasmados corrían dentro de sus hogares y ahora, solamente sonidos ahogados de risa y plática se escuchaban detrás de las ventanas cerradas.
El viejo Papá Panov, el zapatero de la villa, salió de su tienda para dar un último vistazo. Los sonidos alegres, las luces brillantes y los olores suaves pero deliciosos de la cocina navideña le recordaban de otras navidades cuando su esposa todavía vivía y sus propios hijos eran pequeños. Ahora ya no estaban. Su rostro, normalmente alegre, con arrugas de sonrisa pequeñas ocultas detrás de sus anteojos de acero redondos, ahora lucía triste. Pero entró de nuevo, con un paso firme, cerró los ventanales y puso a calentar una olla de café en la estufa de carbón. Y con un suspiro, se acomodó en su sillón grande.
Papá Panov no leía con mucha frecuencia, pero esta noche, tomó la gran Biblia familiar, y leyó la historia de la Navidad, lentamente, siguiendo las líneas con un dedo. Leyó que María y José, cansados por su viaje a Belén, no encontraron posada en la aldea, de tal forma que el pequeño bebé de María nació en el establo.
“¡Qué pena, qué pena!” exclamó Papá Panov. “¡Deberían haber venido aquí! Les hubiera dado camas y hubiera cubierto al bebé con mi colcha de parches para calentarlo”.
Leyó sobre los reyes magos que vinieron a ver al niño Jesús, y que le llevaron regalos esplendidos. El rostro de Papá Panov se estremeció. “No tengo regalo para darle”, pensó tristemente.
De pronto se le iluminó la cara. Puso la Biblia sobre la mesa, se levantó y alzó sus largos brazos hacia la repisa elevada en su pequeño cuarto. Bajó una pequeña caja cubierta de polvo y la abrió. Adentro se encontraba un par de zapatos de cuero perfectos. Papá Panov sonrió con satisfacción. Sí, estaban en tan buen estado como acordaba —los mejores zapatos que había hecho. “Le debería dar estos”, decidió y los guardó con mucho cuidado, y se volvió a sentar.
De pronto se sintió cansado, y mientras más leía, más sueño le daba. Las letras comenzaron a moverse y cerró los ojos por un momento. En cuestión de segundos, Papá Panov estaba dormido.
Y mientras dormía, soñaba. Soñó que alguien estaba en su cuarto y supo inmediatamente, como ocurre en los sueños, quien era esa persona. Era Jesús.
“Has estado deseando verme, Papá Panov”, dijo Jesús bondadosamente. “Búscame mañana. Será el día de Navidad y yo te visitaré. Pero observa con cuidado, pues no te diré quién soy”.
Cuando finalmente se despertó Papá Panov, las campanas sonaban y un poco de luz se filtraba por la persiana. “¡Mira nada más!” dijo Papá Panov. “¡Es el día de Navidad!”
Se puso de pie y se estiró, pues se sentía un poco tieso. Entonces su rostro se llenó de alegría cuando recordó su sueño. Esta navidad iba a ser muy especial a fin de cuentas, porque Jesús lo iba a visitar. ¿Cómo luciría? ¿Sería un pequeño bebé, como lo fue en la primera Navidad? ¿Sería un hombre mayor, un carpintero, o el gran rey que es el hijo de Dios? Papá Panov iba a tener que estar alerta todo el día para poder reconocerlo.
Papá Panov puso a calentar una olla especial de café para su desayuno navideño, abrió las persianas y miró por la ventana. La calle estaba vacía, nadie se había levantado, nadie, excepto el que barría las calles. ¡El hombre se veía tan miserable y sucio como siempre! ¿A quién le gusta trabajar el día de Navidad? ¿Y en el frío crudo y, en la neblina amargamente congeladora de esta mañana?
Papá Panov abrió la puerta de la tienda, y dejó entrar una ligera corriente de aire frio. “¡Entra!” le gritó con ánimo. “¡Entra y tómate un café caliente para calentarte!”
El barrendero lo miró y casi no podía creer lo que había escuchado. Estaba feliz de dejar la escoba y entrar al cuarto caliente. Su ropa vieja emitía vapor con el calor de la estufa y sujetó ambas manos rojas alrededor de la taza caliente y reconfortante mientras bebía.
Papá Panov lo miraba con satisfacción, pero de vez en cuando, sus ojos miraban por la ventaba. No sería bueno perderse de la visita especial.
Por fin el barrendero le preguntó, “¿Espera a alguien?”. Y Papá Panov le contó su sueño.
“Pues espero que venga”, dijo el barrendero. “Usted me ha dado un poco de alegría navideña que nunca me esperaba. Yo diría que usted merece que su sueño se haga realidad”. Y el barrendero sonrió.
Cuando se había ido, Papá Panov puso a cocer una sopa de repollo para su cena y volvió a la puerta, y miró la calle. No vio a nadie. Pero se había equivocado. Alguien se acercaba.
La joven caminaba tan lentamente y con tanto silencio que, por mucho tiempo, no se dio cuenta que se acercaba. Se veía cansada y cargaba algo. Al acercarse él vio que era un bebé, envuelto en un manto delgado. Había tal tristeza en su cara y en la cara arrugada del bebé, que Papá Panov sintió compasión por ellos.
“Pasen adelante”, dijo, saliendo a encontrarse con ellos. “Ambos necesitan calentarse con el fuego y descansar”.
La joven madre permitió que la guiara al interior, a la comodidad del sillón grande. Se sintió enormemente aliviada.
“Voy a calentar leche para el bebé” dijo Papá Panov. “He tenido mis propios hijos. Lo puedo alimentar”. Tomó leche de la estufa y, con cuidado, le dio de comer al bebé con una cuchara, y al mismo tiempo le calentó los pies cerca de la estufa.
“Necesita zapatos”, dijo el zapatero.
Pero la joven respondió, “No tengo para comprar zapatos y no tengo esposo que me traiga dinero. Voy de camino a la siguiente aldea para conseguir trabajo”.
De pronto un pensamiento entró en la mente de Papá Panov. Se acordó de los pequeños zapatos que había visto la noche anterior. Pero él los había guardaba para Jesús. Volvió a mirar los pequeños pies helados y tomó una decisión.
“Pruebe estos” le dijo, entregándole el bebé y los zapatos a la madre. Los lindos zapatitos le calzaron perfectamente. La joven sonrió alegremente y él bebé borboteo con placer.
“Usted ha sido tan gentil con nosotros” dijo la joven cuando se paró con su bebé para marcharse. “¡Espero que todos sus deseos navideños se cumplan!”
Pero Papá Panov estaba comenzando a dudar si su deseo navideño especial se iba a cumplir. ¿Tal vez no había visto a la visita? Miró hacia un lado y otro de la calle con ansiedad. Había mucha gente pero conocía todas las caras. Eran vecinos que iban a visitar a sus familias. Ellos le sonrieron y le desearon una ¡Feliz Navidad! Eran pordioseros —y Papá Panov se apuró a entrar para alcanzarles sopa caliente y un gran pedazo de pan, y volvió a salir para no perderse al “extraño importante”.
De pronto se oscureció. Cuando Papá Panov fue a la puerta y esforzó la vista, ya no podía distinguir a los que pasaban por la calle. La mayoría ya estaban adentro y en casa de cualquier forma. Entró lentamente una vez más a su cuarto, cerró las persianas y se sentó cansado en su gran sillón. Así que había sido solo un sueño a fin de cuentas. Jesús no había venido. De pronto, se dio cuenta que no estaba solo en el cuarto.
Esto no era un sueño porque estaba muy despierto. Al principio parecía ver frente a sus ojos, la fila larga de gente que había venido a verlo ese día. Volvió a ver al barrendero, a la joven madre y a su bebé y a los mendigos que había alimentado. Al pasar, cada uno susurró, “¿No me viste Papá Panov?”
“¿Quién eres?” le pregunto a cada uno, sintiéndose perplejo.
Otra voz le contestó. Era la voz de sus sueños —la voz de Jesús.
“Tuve hambre y me alimentaste”, dijo Jesús. “Estaba desnudo y me vestiste. Tenía frio y me calentaste. Yo vine hoy en todos los que ayudaste y a los que les diste la bienvenida”.
De pronto hubo silencio y quietud. Solamente el sonido de tic toc del gran reloj se escuchaba. Una gran paz y alegría llenaron el cuarto, desbordando el corazón de Papá Panov de tal forma que quería empezar a cantar y a reírse y a bailar de pura alegría.
“¡Así que a fin de cuentas, si vino! fue lo único que dijo.