¿Quién no se preguntó alguna vez -o muchas veces- acerca de qué habrá ocurrido con tal o cuál persona de nuestro pasado sentimental?
En los tiempos actuales es bastante sencillo ubicar a alguien sólo por su nombre. Seguramente esa persona tiene cuenta en alguna red social, o alguien que podría conocerla la tiene. También está la posibilidad de acceder con cierta facilidad a registros públicos, sin descartar la opción de los omnipresentes motores de búsqueda en Internet.
¿Es esto una ventaja o no? Rápidamente podríamos decir que sí, dada la facilidad y velocidad con que una búsqueda puede llegar a buen término. Pero en caso contrario, es decir, si a pesar de nuestras insistencias no podemos dar con la persona deseada, nuestra desazón sería grande. ¿Habrá muerto? ¿Habrá entrado en un monasterio? ¿Habrá cambiado su nombre por alguna razón?
Ray Bradbury seguramente se preguntó qué había pasado con un antiguo cariño suyo cuando se le ocurrió escribir Me pregunto qué ha sido de Sally. Y, aunque el epílogo del cuento no entre en la categoría de final feliz, seguramente tiene más que ver con la realidad, o incluso, con nuestra propia experiencia:
La abrió una mujer: era unos diez años mayor que yo, tal vez quince. Llevaba puesto un vestido de dos dólares que no le quedaba bien y tenía el pelo cubierto casi por completo de canas. La grasa se le acumulaba en los sitios más inapropiados de su cuerpo y unas líneas le surcaban las comisuras de sus labios fatigados. Estuve a punto de decir que me había equivocado de departamento, puesto que estaba buscando a Sally Maretti. Sin embargo, no dije nada. Sally era unos cinco años menor que yo. Pero esa mujer, que se asomaba por la puerta en la penumbra, era ella. A sus espaldas se alcanzaba a ver una habitación bañada por una luz mortecina, un piso de linóleo, una mesa y un par de muebles viejos de color marrón atestados de objetos varios.