Pseudónimos de los escritores, ¿estrategia de marketing u operación literaria?

Por Ana Clara Pérez Cotten.

Amparados detrás de un seudónimo, autores con gran éxito editorial, pero también protagonistas de catálogos literarios independientes eligen resguardar su identidad para explorar los grises de la autoría y, en ese gesto, casi contracultural en una época marcada por el registro autobiográfico, encuentran desafíos y nuevos límites.

¿Firmar una obra con seudónimo es parte de una estrategia de marketing o es una operación literaria que permite explorar cuestiones sobre la autoría? ¿Qué se oculta y qué se juega en el uso de otro nombre? ¿Qué efecto tiene sobre los lectores que un autor deje caer el velo para que se descubra su identidad? Si bien el uso de un seudónimo cruza la historia de la literatura, los motivos por los cuáles un autor decide ocultar su identidad parecen haber cambiado.

Carmen Mola, el seudónimo con el que se conoce a los tres escritores españoles Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero que se presentarán en la Feria del Libro el próximo sábado, se hizo conocida en octubre cuando ganó el Premio Planeta, que otorga 1.000.000 de euros, por la novela La Bestia. Y si bien no era la primera vez que los amigos -guionistas de profesión- se escondían bajo la identidad de aquella mujer o porque ya habían publicado otras dos novelas, el premio le dio notoriedad a Mola, a la novela y al recurso del seudónimo.

La Bestia es una novela pandémica que nació a partir de reuniones por zoom y de una escritura colaborativa entre tres. Claro que con la notoriedad de “los Mola” – como se los conoce ahora que se sabe que son tres hombres- vino la polémica: a algunos lectores y libreros no les gustó que los guionistas se escondieran detrás de una forma de mujer porque vieron en eso una especulación, la certeza de que, de otra forma, el mercado no los recibiría del mismo modo.

La hipótesis de que también fuera un hombre el que se camuflaba detrás de la obra de la italiana Elena Ferrante circuló ni bien se hizo conocida para gran público en 1992, cuando publicó su aclamada novela El amor molesto”. Por aquellos días, “el chisme literario” que más prendió lo publicó el diario Corriere della Sera. El profesor de historia Marco Santagata aseguró que, tras años de estudiar los textos, estaba en condiciones de afirmar que Ferrante era Marcella Marmo, una profesora napolitana de Historia Contemporánea, quien a los pocos días se ocupó de desmentir la hipótesis.

A diferencia de Mola, a Ferrante el éxito en las ventas no la impulsó a develar su identidad porque, según contó, los motivos que la llevaron a escribir con

seudónimo son tan literarios como los que sostienen sus novelas. En 2014, durante una de las pocas entrevistas que ha concedido por mail, le contó al New York Times que la atención que su primera novela había generado la había cohibido y que, en parte por eso tardó una década en reanudar la publicación. “El éxito del libro y de la película centró más la atención en la ausencia del autor que en la obra”, recuerda e insiste en que lejos de elegir el anonimato, sus libros están firmados.

“Lo que elegí fue la ausencia”, matiza, decidida a que sus obras tengan vida propia, en su cruzada de que las páginas queden por encima y más allá de la personalidad, la atención mediática o la fama del escritor. Con las ventas de sus novelas consolidadas y fama mundial, Ferrante insiste en la motivación literaria detrás de su decisión: “La ausencia estructural de autor afecta a la escritura de una manera que me gustaría continuar explorando”.

El amplio espectro de la literatura argentina también tiene casos de camuflaje y trueque de la identidad. María Moreno, en realidad, es Cristina Forero y son varios los motivos, casi lúdicos, que la llevaron a usarlo. “A veces una es la prehistoria de otra; a veces yo -eso que se llama yo- soy Cristina Forero y María Moreno es un personaje que produce textos que me dan de comer. A veces percibo diferencias entre las dos; a veces, creo que se funden. También tengo una duda sobre su orden. Y por suerte están los porteros eléctricos: nunca sé con cuál voy y vacilo al anunciarme”, contó una vez en una entrevista publicada en el suplemento cultural Radar.

Cuando escribía en el diario La Opinión textos de crítica literaria y vida cotidiana firmaba como Cristina Forero, pero recuerda cómo operó el cambio: “Se me ocurrió hacer una nota sobre fruterías nocturnas. Debo haberla considerado una intriga secundaria en mi escala de investigaciones, un registro menor dentro de mis (todos de pie) altos grados de relación con la cultura”.

El escritor argentino conocido como J. P. Zooey, autor de libros como Sol artificial, Los electrocutados y Te quiero, y que protagonizara uno de los mayores “enigmas identitarios” de la literatura argentina durante la última década, se dio a conocer públicamente en 2017: Zooey se llama en verdad Juan Pablo Ringelheim, nació en 1973 y, además de escritor, es docente de la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires.

“Hace ya diez años publiqué mis primeros textos en revistas que luego salieron editados en 2009 con el nombre de J.P. Zooey en mi primer libro. Desde entonces tuve 10 años de escritura con gran libertad (…) Últimamente el artificio de la invisibilidad me estaba limando la libertad. Mi deseo ya era aparecer”, contó sobre el porqué en un correo electrónico que circuló en el ambiente literario en aquel momento. Según él, el uso del seudónimo se debe a una “esquizofrenia controlada” entre su voz narrativa y su rol como profesor y que justamente el “control” de esa situación le permite jugar con ese recurso y usarlo o no según el texto.

“En las clases y los ensayos suelo enseñar desde alguna verdad. Podría decir que las verdades son construcciones, pero diría desde el historicismo, el relativismo, o alguna otra verdad. En cambio con la literatura yo busco liberarme y liberar al lector de alguna verdad. Según cada libro, pudo ser libertad de la verdad científica, genealógica, progresista, metafísica o vegana, verdades en las que creo, pero que pueden ser totalizantes y conclusivas, esto es: impedir preguntarse cosas. Cada libro, si funcionó, horadó un cristal”, explica Ringelheim sobre el por qué de aquella “esquizofrenia controlada”.

El seudónimo también le permite al escritor especular sobre la idea de verdad: “Luego está este género cristalizante, las entrevistas. Hay quienes se jactan de decir la verdad, es de lo más gracioso, todavía no saben que existe el inconsciente y que ellos tienen uno. El yo siempre miente cuando dice la verdad. Por eso yo, desde esta esquizofrenia cada vez más descontrolada, solo quisiera generar preguntas, dar a pensar”. En un momento en el que gran parte de la literatura contemporánea pareciera abocada al giro autobiográfico, a la autoficción o a alguna de las vertientes que adoptan las ficciones del yo, usar un seudónimo podría leerse como la operación inversa. Ringelheim confiesa que el uso del seudónimo le permitió ver cómo operan las apreciaciones “desde afuera”: “Cuando publiqué mi primer libro con seudónimo nadie conocía mi identidad. Que fuera un nombre artificial generó las más diversas especulaciones: que era tal persona, que en realidad me quería parecer a tal otra, que usaba el seudónimo como instrumento de marketing, que así nadie iba a conocer mis libros, que tenía un ego demasiado grande, que lo tenía demasiado chico, pero siempre me pareció que esas especulaciones hablaban solamente de quien las hacía”.

En la dirección opuesta al narcisismo literario, firmar algunas de sus obras como “J. P. Zooey” le permitió interpelar al lector: “Siempre creí que el seudónimo algún día debería servir para que quienes reaccionaran se hicieran preguntas sobre sí mismos o sobre qué creen que es un autor. Es decir, que el seudónimo no ocultara quién estaba detrás, sino que revelara quién estaba delante: una operación que produjera un giro del yo hacia el tú, como toda literatura”.

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