¿Qué hacer con la biblioteca en casa?

Por Ingrid Sarchman.

A mediados del 2020, quizá en el momento más álgido de la pandemia, una empresa española tuvo la original idea de ofrecer bastidores, en tamaño real, que simulaban una biblioteca para usar de fondo en las conexiones virtuales. Que se ofreciera la imagen de libros, y no los libros en sí, parecía – y lo sigue siendo– el paroxismo del simulacro tantas veces denunciado desde fines del siglo XX. Sin embargo, el asunto de las bibliotecas, como mueble o construcción simbólica, no es un tema nuevo ni exclusivo de la crítica a la sociedad del espectáculo. Podría ser abordado desde el diseño de interiores, cuando históricamente lo fue desde la literatura y la sociología de la cultura. Más allá de eso, existe un área, sin un nombre preciso, que combina la arquitectura con la autobiografía y produce textos hechos de materiales reales (maderas, ladrillos, aglomerados), técnicos (electricidad o bytes) y simbólicos (palabras, imágenes y silencios). ¿Qué hacemos con nuestras bibliotecas físicas hoy, cuando se han duplicado en las bibliotecas digitales?

Hoy muchos jóvenes las ordenan en función del color de los lomos de sus libros; esta paradoja del caos, dado que se basa en la memoria de las cubiertas, produce una suerte de Pantone, pero disuade de la consulta y relectura: son bibliotecas no utilitarias, ornamentales. En el extremo de esta decoración “testimonial”, el mercado ofrece empapelados con bibliotecas, en el abanico que va de los anaqueles animados, a lo Disney, a las bibliotecas realistas e incluso reales. Se puede tener en el líving la célebre Long Room, del Trinity College, en Dublín, entre las más bellas del mundo, y un mural con la supuesta biblioteca de Umberto Eco. Lo ocurrido con ésta es elocuente de la nueva sensibilidad. En los últimos años, se viralizó una foto de la biblioteca de Eco que no era tal, sino propiedad del profesor, bibliómano y políglota Richard Mascksey, de 51 mil volúmenes (sin contar revistas), desbaratada en 2019, tras su muerte. Si bien el malentendido quedó aclarado en un artículo del diario The New York Times, sigue sirviendo en zooms y presentándose como de Eco en la web: vimos así nacer y crecer una imagen de leyenda.

Las bibliotecas reales se han expandido tanto que requieren el método bibliotecológico. Inventarium, una empresa de Florencia Baranger y Sofía Pomar, cataloga colecciones de libros y arte en una base online sistemática y de fácil acceso. “¡Somos las Marie Kondo de las colecciones!”, ironizan.

Robert Darnton, Roger Chartier y también Irene Vallejo: nunca se investigaron tanto como en este siglo los capítulos gloriosos e infames de la historia del libro. Un nuevo tomo, Bibliotecas (Ediciones Godot), aporta ensayos breves y memorias de Martín Kohan, Selva Almada y Jorge Carrión, entre otros catorce autores, en torno de sus bibliotecas personales. Se suma a la colección de la editorial Ampersand, que viene reuniendo memorias de grandes autores/lectores argentinos, como Sylvia Molloy, Margo Glantz, Luis Gusmán, Edgardo Cozarinsky y Jorge Monteleone.

El valor de refugio

En 1957 el filósofo francés Gaston Bachelard publicó Poética del espacio. Allí señalaba que, así como la casa constituye una capa protectora entre la vida exterior y la íntima –como una segunda piel–, los distintos ambientes de ese hogar y los objetos dispuestos podrían ser pensados como órganos que garantizan la vida interior tal como sucede en el cuerpo. Así, cada rincón y cada mueble tendría a su cargo una función específica relacionada con la incorporación y aporte de nutrientes, circulación y limpieza del aire, y hasta evacuación de desechos, entre otras necesidades. La homología de Bachelard funcionaba en varios sentidos. En el mundo occidental, de la segunda mitad del siglo XX confluían dos fenómenos: la tendencia al repliegue de la vida pública y el desarrollo de una industria asociada al confort hogareño. En paralelo, el crecimiento de la llamada industria blanca (heladeras, lavarropas y otros electrodomésticos), acompañado de la profesionalización de la comunicación publicitaria, contribuyó a la conformación de un medio ambiente acolchonado y privado, desconectado de los grandes problemas públicos. Pero contrario a otros autores que, a partir de esta tendencia –en la que se incluían los aparatos de comunicación como la radio o el televisor– denunciaban anomia y narcotización de los sentidos, para Bachelard esta actitud potenciaba la creatividad. Desde esta perspectiva, la poética del espacio proponía un nuevo modo de percibir, y en consecuencia habitar, los ambientes conocidos. Al poner el foco en los rincones más oscuros de la casa, en los cajones que nunca se abren o en un estante de difícil acceso, establecía un curioso método de autoconocimiento. Las bibliotecas y su (des)orden podrían ser pensadas como engranajes de este organismo-máquina que, en sucesivas metamorfosis, contribuirían a la historia personal del poseedor. Esta mirada vital se oponía, como se mencionó más arriba, a una más sombría relacionada con el repliegue en el mundo privado, el desinterés en la vida pública, la apatía y el consumo desmedido, que considera el acopio de libros una mera acumulación sin valor.

Para finales del siglo XX, la aparición de internet en el ámbito doméstico potenció aún más esta tendencia. De alguna manera, que las personas estuvieran conectadas y disponibles contribuyó a una atomización más evidente. Leer y escribir dejaron de ser actividades exclusivas del papel, el lápiz y la mano. Las pantallas y los teclados contribuyeron a crear una burbuja en torno al lector/escritor. Esta deslocalización del espacio de lectura (y de escritura) se relaciona con lo planteado por el filósofo alemán Peter Sloterdijk en la trilogía de ensayos Esferas, publicados entre 1997 y 2004. Allí señalaba que la humanidad era resultado de la interacción con su medio, con sus respectivas atmósferas. La pregunta de nuestro tiempo sería ¿qué tipo de espacio habitamos y de qué tipo de herramientas nos rodeamos, con qué objetos y con quiénes?

El tercer tomo de esta trilogía se vale de la imagen de la espuma para describir a un tipo de habitante urbano, cobijado en su pequeña burbuja, que convive con otros tantos sujetos en sus mismas condiciones: aislado, pero a la vista de los demás. Mientras habita lugares cada vez más pequeños, se aglomera en espacios públicos –como medios de transporte, recitales y eventos deportivos– para luego volver a su burbuja individual. Esta egósfera fomenta una egotécnica (la fabricación de muebles y artefactos de uso exclusivo) que, a su vez, se sostiene en la proliferación de discursos de autoayuda, centrados en el encapsulamiento del yo. El apogeo de esta tendencia podría ser caracterizada por lo que algunos especialistas llaman sologamia, que no es otra cosa que la decisión de casarse consigo mismo. Así, la foto de una biblioteca sería un aporte más a la construcción de un yo centrado en sí mismo y ofrecido solo como imagen al mundo exterior.

Sin embargo, a más de veinte años de iniciado el siglo XXI, y a pesar del crecimiento de la vida virtual, se advierte que el paisaje es mucho más diverso que lo avizorado en sus comienzos. Los diagnósticos sombríos conviven con tendencias contrarias porque los medioambientes nunca han perdido el contacto con el mundo exterior y las relaciones humanas. De manera que la pregunta sloterdijkiana, acerca de los entornos actuales, podría caracterizarse como la de una época donde los objetos son mucho más que una mercancía y mucho menos que extensiones del cuerpo físico. En este marco, las bibliotecas reales, las que acumulan libros, pero también las que se guardan en un dispositivo o en la nube, deberían ser pensadas como “muebles orgánicos”, un artefacto que, al ocupar un espacio, se vuelve alter ego de quien lo va construyendo, e incluso adquiere atributos humanos: una reversión de la poética de Bachelard adaptada a nuestro tiempo.

Los lectores somos ciborgs, criaturas donde convergen la biología y la tecnología”, escribe Jorge Carrión en el mencionado Bibliotecas. “El cerebro humano puede almacenar unos 100 terabytes de recuerdos, experiencias y saberes. Gracias a la biblioteca, la capacidad se multiplica exponencialmente. Como las flores, que para reproducirse se alían con los insectos o con el viento, las bibliotecas nos necesitan para experimentar el movimiento y la fecundación. No viven si alguien no las coge, las abre, las lee”, continúa Carrión. Alejada de la vieja dicotomía del siglo pasado, que dividía aguas entre apocalípticos e integrados, pero tampoco muy cercana a la distopía donde las tecnologías se volverían en contra de “lo humano” (si acaso eso existiera en estado puro), se trata de pensar cómo se convive en entornos hipercomplejos. Cómo, de alguna manera, los objetos reales – muebles, libros, ojos y brazos– se acoplan a las nuevas tecnologías, pero también cómo se construyen medioambientes confortables a medida. De manera que el ciborg aquí no debería entenderse exclusivamente como un organismo enriquecido tecnológicamente para su propio beneficio, sino como resultado de una relación con un entorno dinámico y cambiante.

Siguiendo la perspectiva bachelardiana, muchos entrevistados en este libro nombran al mueble como inestable, con poco equilibrio, mencionan que conservan o regalan libros por superstición, que algunos desaparecen sin dejar rastro o que, por el contrario, aparecen en lugares nuevos. El atributo mágico, desde esta perspectiva, queda relacionada con el azar de los organismos vivos. Así como las enfermedades pueden desencadenarse sin aviso previo, algunos atributos físicos son heredados por aquellos misterios de la genética. En este cruce de niveles, las fusiones de las bibliotecas de los convivientes se presentan también, según la escritora Carla Maliandi, como “una decisión más significativa que la de mezclar fluidos”.

La convivencia de dos mundos

Sin embargo, la convivencia más inquietante de nuestro tiempo es la de lo analógico –el libro físico– con lo digital. Si las bibliotecas son esos espacios complejos donde habitan distintos materiales, ¿sería posible pensar un uso, un modo de recorrerla que incluya en el mismo golpe de vista ambos registros? “Internet no me cambió el hábito de la lectura sino el de la relectura”, escribe Maliandi en la antología Bibliotecas. “Cada vez son menos los libros que salen de su estante, porque el desorden es tan descorazonador que uno los consulta o relee directamente en pdf”.

La amenaza del desorden parece contraponerse a la liviandad del mundo virtual. Aquí, la metáfora de la nube, que contiene enormes bibliotecas digitales, funciona como complemento de otra mucho más pesada y corrompible, y no como su opuesto. Una vez más, en esta original disposición del espacio, la disputa no se da entre nuevas y viejas tecnologías, sino entre el original y la copia, entre lo auténtico y su simulacro. El peligro está, entonces, no tanto en el repliegue de los lugares privados, sino más bien en la exhibición sin límites de una fachada sin profundidad. Quizá, se deba ahondar en los fondos, en aquellos lugares que parecen inaccesibles a la mirada superficial. La amenaza no son las pantallas, sino las imágenes inmóviles que puedan ser capturadas a partir de ellas. El bastidor con la foto de una biblioteca debería funcionar como testigo y advertencia de una época en la que el problema mayor no es el abandono de lo analógico, sino la imagen plana de un mundo sostenido en la mera exhibición.

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