Ser escritor, parte 2

Revista Ñ.

En un libro que publicará en marzo sobre el sentido de la lectura, la escritora Angela Pradelli señala que: “según el lingüista francés Roland Barthes, estamos acostumbrados a interesarnos por los autores, a valorarlos, incluso a sobrevalorarlos a veces, a pensarlos como dueños de sus obras y es esta propiedad la que le da a los escritores determinados privilegios. ‘Lo que se trata de establecer, afirma Barthes, es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso lo que el lector entiende’. Son posturas que reclaman para el autor una ubicación por encima del lector. Habría que pensar sin embargo en que el autor haga silencio y que hable su texto, que el autor lo deje decir. Y también, que el autor permita que el lector busque en sí mismo cómo, con qué herramientas leer y descifrar”. “Michel Foucault –agrega Pradelli– al analizar la función autor, imagina una sociedad en la que los discursos, todos, ya no tendrían que dar cuenta de sus autores y se desarrollarían en lo que él llama el anonimato del susurro. ‘Ya no se oirían las preguntas por tanto tiempo repetidas: ¿Quién ha hablado realmente? ¿Es en verdad él y nadie más? ¿Con qué autenticidad o qué originalidad? ¿Y ha expresado lo más profundo de sí mismo en su discurso? Si no otras como éstas: ¿Cuáles son los modos de existencia de ese discurso? ¿Desde dónde se ha sostenido, cómo puede circular y quién puede apropiárselo? (…) Y detrás de todas estas preguntas no se oiría más que el ruido de una indiferencia: Qué importa quién habla’.”

Es imposible soslayar este aspecto del excesivo acento que el mundo cultural pone en la figura del escritor. Y sobran ejemplos de los mitos construidos alrededor de ciertos autores. Como es el caso de J. D. Salinger, que hizo de su autorreclusión por décadas un mito con tanta difusión como su obra. En su autobiografía Las palabras, Jean Paul Sartre se refiere a su tarea de escritor. “Es mi costumbre y además es mi oficio. Durante mucho tiempo tomé la pluma como una espada; ahora conozco nuestra impotencia. No importa, hago, haré libros; hacen falta; aún así sirven. La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre: el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su imagen este espejo crítico”.

Pero volviendo a la idea de definir quién es escritor, es interesante la opinión de Mercedes Güiraldes, editora de Emecé, quien señala: “No es escritor todo aquel que publica, ni todo aquel que publica y vende poco o mucho, ni tampoco aquel que escribe y no publica. Para saber qué es un escritor habría que empezar por preguntarse qué es lo contrario de un escritor. ¿Un no-escritor? ¿Un escritor malo?”. “Existe la buena literatura y existe la mala literatura. ¿Quién diferencia una de otra? Una combinación de actores, que van desde la crítica y el público lector, hasta ese gran juez que es el tiempo. Pero tampoco creo que todo lo que pervive en el tiempo sea más valioso que lo que parece olvidado. ¿Quién lee hoy a Mujica Lainez? ¿A Balzac? ¿A Juana Manuela Gorriti? El hecho de que no sean leídos, o lo sean muy poco, ¿los pone del lado de los malos escritores? Y si eso vale para los escritores pasados, de algún modo vale para los futuros. De esa masa indiferenciada de escritores que todavía no se abrieron camino a la publicación, algunos lo lograrán y otros no. El tiempo dirá”, agrega Güiraldes.

La autoedición

La edición 2011 de la Feria Internacional del Libro de Miami excluyó la presentación de libros autopublicados. Tampoco la revista The New York Times Book Review acepta estas obras. Pero entre los escritores locales, las opiniones están divididas. Castillo destaca que “el primer libro de Borges lo pagó Borges, los primeros libros de Bioy Casares los pagó su padre. A Sabato, en Sur, no le quisieron publicar El Túnel y se lo pagó un amigo. Y muchos poetas, acá y el mundo entero, han pagado sus propias ediciones. Por si esto no bastara, Nietzsche solía costear sus propias ediciones, y distribuyó unos quince ejemplares de Así habló Zarathustra. Eso de decir que el libro pagado es necesariamente menor, es una estupidez, es fomentar o anhelar su fracaso”.

Para Martínez, “en teoría, nada impide que un libro autopublicado sea superior a cualquier otro que aparezca en el sello más prestigioso, pero en la práctica casi siempre es desperdiciar la oportunidad de intentar algo de más alcance. Cuando me piden un consejo sobre esto, siempre opino que la paciencia es mejor”.

Piñeiro, por su parte, considera que la autopublicación es “en general un camino muy corto, porque aparte de sacar el libro es fundamental la distribución, porque la autodistribución termina entre los amigos y los parientes. De todos modos, yo respeto al que se autoedita, porque comprendo esa necesidad de publicar, de que te lean; es genuina. ¿Un buen escritor siempre termina siendo reconocido? Eso dicen, pero yo no estoy tan segura, no me parece que todo buen texto de verdad llegue a conocerse”.

Sobre este tema, Tabarovsky asegura que “depende del género y la época. En poesía es más común. Pero hay tantas editoriales que básicamente no se publica lo que es malo. En la década del 80 había muchas editoriales donde se pagaba la edición, pero hoy una novela que no encuentra una editorial es porque es mala. Hay tantas editoriales que creo que tiene que ser una gran excepción que un libro bueno no llegue a interesar para ser publicado. Por eso creo que hay que bajar un poco la ansiedad de los que quieren publicar ya. Es importante publicar, pero más importante es escribir”. Esa necesidad de publicar más allá de la aceptación de una editorial la tiene bien en claro Juan Ignacio Díaz Puerta, un veterinario de 53 años que ya tiene seis libros autopublicados en la editorial Dunken, por los que pagó de su propio bolsillo.

Actualmente, estoy terminando una novela policial negro- psicológica y además –asegura– tengo escritos doce cuentos. Empecé a escribir ficción en 2010, y no soy quién para autocalificarme como escritor, pero ¿cómo puede definirse a un tipo que escribe todos los días, aunque sea medio capítulo o un cuento que se le ocurre esporádicamente?”, se pregunta. Para la escritora y periodista española Rosa Montero, la clave está en la necesidad de escribir. “Yo he llegado a aprender, con el tiempo, que un escritor es en realidad aquel que necesita escribir para poder vivir, es decir, para afrontar la oscuridad de la vida, para poder levantarse cada mañana. Uno es escritor porque no puede no serlo; por eso la mayoría de los novelistas, por ejemplo, hemos empezado a escribir en la niñez: es algo que forma parte de tu estructura básica. De modo que la necesidad es lo que te hace un verdadero escritor, pero eso no quiere decir que te haga un buen escritor”.

Hace años –recuerda Montero– entrevisté a Erich Segal, el autor de Love Story, para el diario El País, y me tuve que leer un buen puñado de sus libros y me parece que es un escritor malísimo; pero me cayó bien, me pareció auténtico, era un verdadero escritor que escribía por necesidad, pero eso no evitaba que fuera pésimo.”

Docentes y editores

Para Graciela Montaldo, profesora del Departamento de culturas latinoamericanas e ibéricas de la Universidad de Columbia, “la condición de escritor/a no está ligada necesariamente al libro, sino al ejercicio de una práctica: la escritura, que históricamente ha tenido diferentes valores y formas de difusión. Hubo un tiempo en que ser escritor era una identidad que se obtenía cuando las instituciones de la cultura reconocían como escritor a quien se presentaba como tal”.

Esas mismas instituciones –señala Montaldo– le negaban el título a la gran mayoría, pero así y todo podía haber ‘escritores’ para un circuito (los talleres literarios, por ejemplo) que no lo eran para otro circuito (las editoriales). El caso de Roberto Arlt es, en la Argentina, el más revelador de los reconocimientos diferenciados: primero fue un periodista, luego un mal escritor, más tarde escritor de culto, hoy clásico nacional. Antes le había pasado a Eduardo Gutiérrez con su Juan Moreira: el éxito popular de su novela le restaba méritos para que la elite lo reconociera como escritor.”

Para Güiraldes, de Emecé, “no me concierne a mí, como editora, dictaminar quién es y quién no es un verdadero escritor. Por experiencia de trabajo sé que hay escritores que logran publicar con facilidad y otros no tanto, independientemente de la calidad de su obra. Múltiples factores inciden a la hora de decidir publicar un texto además de su calidad, y no son necesariamente espurios y despreciables. El azar y la voluntad tienen un rol clave”.

Parece haber tantos factores que intervienen en la consagración de un autor –su propia convicción, la aceptación de los lectores, la bienvenida del mundo editorial, la aprobación de la crítica, el reconocimiento del mundo académico– que no es difícil entender que un escritor en serio sea una especie rara de encontrar. Más allá de que se proponga bucear hondo en la naturaleza humana o entretener con una saga de aventuras.

Dijo Marguerite Duras en Escribir: “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”. Tal vez en ese silencio, cada narrador, cada lector, o incluso cada editor, más allá de la decisión comercial que adopte, sabe si ese autor que está leyendo es un escritor. Lo sabe íntimamente, con una convicción irrefutable.

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