Tiempo de mirar con el ojo del poeta

Por Constanza Bertolini.

Bien dice Ivana Romero en la nota introductoria a Sobre la escritura (Salta el Pez): May Sarton es una poeta y escritora que todavía no ha sido del todo descubierta en esta zona del mundo. “Del todo” podría implicar un conocimiento inconmensurable, tratándose de una autora de 19 novelas, 18 libros de poemas, 15 de no ficción, dos infantiles, una obra de teatro y varios guiones, de los cuales apenas un puñado se consiguen en este rincón del mapa. Pero, claro que sí: su fama y divulgación no están a la altura que merece.

También por eso milito la causa: “May en mayo”, esa es mi proclama de hoy. Mandaré a imprimir una bandera con un verso suelto, “Ahora me convierto en mí misma” (Now I become myself) y mientras tanto regalo a seres especiales Anhelo de raíces, ese bellísimo volumen de memorias en el que jardinería, luz, colores y visitas se trenzan para narrar la transformación de una casa nueva en hogar (“todo estaba preparado como para recibir a un invitado y el invitado iba a ser yo”). Comparto citas, recomiendo su obra traducida (los gatos no son lo mío, pero a muchos de mis amigos lectores les gustará El señor peludo) y me hago eco de la sugerencia de mi librera y reflexiono con Diario de una soledad (los últimos tres editados por Gallo Nero) sobre esa diferencia manifiesta entre “loneliness” y “solitude”: “La necesidad de hacer espacio para estar presente incluye la posibilidad de observar desde un verdadero estado de apertura”.

Nacida en Bélgica, Sarton (1912-1995) era muy chica cuando su familia decidió mudarse a los Estados Unidos en el umbral de la Primera Guerra Mundial. A sus veintes pasó unas temporadas en Europa –cuando conoció a Julian y Juliette Huxley, a Virginia Woolf, Elizabeth Bowen y una cantidad de personalidades literarias–, pero al cabo de sus 83 años, de Cambridge a Nuevo Hampshire y luego en Maine, fue lo que se dice una escritora americana.

Me gusta especialmente su dimensión de memorialista y sospecho que me interesará ahondar en la May poeta después de leer los ensayos de Sobre la escritura, publicados originalmente en revistas entre 1957-1967 –reunidos como libro recién en 1980–, que por primera vez ahora se conocen en español. En este libro que no llega a las cien páginas y, sin embargo, se siente como una lectura caudalosa, la autora comparte papeles de trabajo en un gesto parecido al de quien abre la cocina y te pasa su receta para el diseño de una novela o afrontar la aventura de la corrección (“corrección es creación”, asevera).

Pero volviendo a la soledad (solitude) y la observación, atesoro un ejemplo del capítulo “La escritura de un poema”, lección que a su vez toma de Simone Weil, sobre el ojo del poeta. “Mirar lo que se mira como si hubiese sido creado recién, y compartirlo como si lo hubiésemos visto antes. Porque si mirás cualquier objeto desde esta perspectiva –una piedra, un árbol, una lagartija– aprendés algo”. Una vez Sarton quería escribir un poema referido al tiempo (algo que “debemos seguir explorando mientras vivamos”), pero cuando percibió que lo que estaba haciendo era escribir sobre el tema, que estaba manipulando palabras en vez de traducir la experiencia, lo abandonó.

Acababa de recibir la Beca Guggenheim, una “promesa de libertad”, esa tarde que salió a caminar hasta un parque con pequeños estanques y se detuvo a mirar a los patos. Experimentó, así, un “momento de visión plena” y apuntó dos versos: “La onda que deja el pato mientras nada/La calma después de la música”. Imágenes como esas eran lo que estaba buscando: allí se veía el transcurso del tiempo.

Confiesa más adelante: “Me ha sucedido más de una vez que la imagen precedió en años al poema. La guardé para el momento en que encontrase esa experiencia que, por su intensidad y complejidad, fuera digna de ella”. Tan claro y bello como la sal, que se disuelve y se cristaliza en otro poema.

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