Hace muchos años, en la Buenos Aires de finales del siglo veinte, cierta noche hubo un gran apagón eléctrico. No recuerdo exactamente la hora, pero debía ser tarde, porque ya no quedaba nadie en las calles.
Todavía me acuerdo de haber bajado a la vereda, y que avancé unos pasos hasta detenerme entre las dos filas de autos, en el más absoluto silencio.
Aquella sensación me generó un placer absoluto, y también me invadió una imagen atávica: así debían ser todas las noches poco más de cien años atrás.
Sentí cierta envidia por aquellos antepasados que podían disfrutar a diario de noches plenas. Pero, sobre todo, sentí que en esa paz que transmitía la total ausencia de luz debería desenvolver mi cotidianidad.
Hoy, más de veinte años después, creo firmemente que aquella noche pudo haber sido el germen de mi primera novela. Y creo también que es muy posible que haya producido el despertar inconsciente de esta realidad mía que en la actualidad disfruto: el de vivir en un tranquilo y pequeño pueblo del interior de mi país, en donde el aire es puro y las noches, claras.