James Tate

Por Ángel Salguero.

El mundo del poeta norteamericano James Tate (1943-2015) está lleno de paradojas, casualidades, pequeñas tragedias, instantes cómicos y giros inesperados de guion. “No sólo ha escrito muchos buenos poemas”, aseguraba en Paris Review el también poeta Charles Simic, “sino que lo ha hecho de tantas maneras diferentes y originales que no se me ocurre nadie que se le acerque”.

Los críticos, tan aficionados a poner etiquetas, solían calificarle de ‘surrealista’ pero si efectivamente lo es, señalaba Simic, “pertenece a la misma variedad de surrealismo que Buster Keaton”. Porque Tate, subraya, “es uno de nuestros grandes maestros cómicos”.

El desafío es encontrar lo mejor de las gilipolleces ordinarias”, aseguraba el propio Tate en uno de sus poemas. En otras palabras, se trata de buscar lo extraordinario que se esconde entre lo más ordinario.

Su estilo, siempre inventivo y divertido, fue evolucionando a través de las décadas hasta desembocar en una suerte de relatos líricos en los que, literalmente, cualquier cosa podía suceder. “La comedia y la tragedia comparten escenario. Eso es así en los mejores poemas. Nunca sabes hacia dónde van a tirar. Uno puede empezar con tragedia y acabar en comedia, o al revés”, afirmaba Tate en su conversación con Simic en Paris Review.

Y añadía: “Las yuxtaposiciones sorprendentes, por supuesto, son algo maravilloso. Y la inversión de las expectativas. Me gusta comenzar con un hombre sentado en un banco sin que ocurra nada, y de repente pasa por delante una mujer y toda su vida cambia y queda a merced de una tremenda conmoción que jamás habría previsto o imaginado encontrarse. Me gusta comenzar con lo ordinario y luego darle un empujoncito, y luego pensar: ¿Qué pasa ahora? ¿Qué pasa ahora? Y se descontrola hasta que al final es prácticamente una persona que nunca habría soñado ser”.

Os ofrecemos aquí cuatro poemas de ‘The Government Lake’ (El lago del Gobierno), el libro póstumo de James Tate publicado en 2019 y aún inédito en español. Entre ellos, podéis leer el último poema escrito por este autor, Sin título, que fue hallado tal cual en un folio que aún estaba en su máquina de escribir.

Me encantan mis poemas graciosos”, comentaba James Tate a Charles Simic, “pero prefiero romperte el corazón. Y si puedo hacer las dos cosas en el mismo poema, eso es lo mejor. Si al principio del poema te reíste y casi te llevo a las lágrimas al final, eso es lo mejor. Es lo más gratificante para ti y para mí también. En el fondo yo quiero ser serio, pero no puedo evitar la parte cómica. Me sale automáticamente. Y si puedo incluir las dos, eso es lo que persigo”.

Mi nueva mascota

Era Acción de Gracias y no había nadie por la calle. Yo estaba en

el centro y no había nada abierto. Estaba solo porque nadie me había invitado a cenar.

No tenía familia cercana. No es que no tuviera amigos. Es sólo que

se habían olvidado de mí. Anduve por las calles sin sentir lástima por

mí mismo, de hecho muy feliz por estar vivo, cuando me di cuenta de que

un perro me seguía. No era más que un chucho, pero tan mono.

Me paré para dejar que me alcanzara y empecé a acariciarle.

Parecía que le gustaba. Comenzamos a caminar juntos. Al llegar a mi coche

lo recogí y lo metí dentro. Fuimos hasta mi casa, que estaba casi

en el campo, a unos cinco kilómetros de la ciudad. Le dejé salir y se fue para dentro.

Meneó la cola y corrió por la casa, explorando. Yo fui a la cocina

y nos preparé unos perritos calientes y alubias al horno. Puse las suyas en un cuenco

y le llamé para cenar. Comimos en la mesa del comedor, con el perro justo

al lado de mi silla. Al acabar recogí los platos y los lavé.

Luego fui a echarme una siesta. El perro saltó a la cama

y se tumbó a mi lado. Decidí llamarle Acurruque. Dormimos durante una

hora más o menos y nos levantamos. Encontré una pelota y empecé a lanzársela.

Me la volvía a traer cada vez. Luego tuve que ponerme a trabajar. Me instalé

en la mesa y abrí mi cuaderno. Me concentré en los problemas que tenía

durante una hora o así hasta que me di cuenta de que Acurruque luchaba con una serpiente negra

de un metro. No me explicaba de dónde había salido. Acurruque la lanzaba al

aire. Entonces, de repente, la serpiente se enrolló en el cuello de Acurruque

y Acurruque se estaba ahogando. Me puse de pie y agarré a la serpiente con todas mis fuerzas

y la solté y la estampé contra el suelo. La serpiente se alejó arrastrándose

hasta mi dormitorio, pero Acurruque murió allí mismo en mis manos. Lo dejé

en el sofá y me fui al dormitorio en busca de la serpiente, mi

nueva mascota.

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