Por Pablo de Santis
Uno de los placeres de recorrer bibliotecas ajenas es descubrir las cosas que la gente deja dentro de los libros. Algunas son deliberadas, como las flores, a mitad de camino entre el gesto romántico y el experimento botánico, y que a menudo pueden leerse como una interpretación de las palabras escritas. Muchas otras son señaladores improvisados o simples olvidos. Así, encontramos boletos de colectivos de cuando eran de colores, papeles entregados en la calle, programas de cine de películas completamente olvidadas, cartas, postales o fotografías; en suma, cosas diversas, pero que tienen en común su pertenencia al mundo plano y sin perfil. A veces se encuentra también algún insecto aplastado, por accidente, distracción o una pizca de sadismo. Un libro puede ser muchas cosas; también un cementerio de mariposas de noche. Es raro que algunas de estas cosas halladas entre páginas represente realmente un secreto, y por eso defraudan la curiosidad. Pero el hecho de haber permanecido escondidas mucho tiempo, de haber conservado intacto un fragmento de lo cotidiano, les confiere cierto derecho a ser conservadas. Quien las descubre las deja en su sitio. Como si le pertenecieran al tiempo, como si fuera un sacrilegio importunar sus tumbas de papel.
Esas cosas señalan algo más: la lectura que dura días o semanas está conformada por momentos heterogéneos de experiencia. El capítulo primero en un viaje en subte, el segundo en la cama antes de dormir, y luego otros viajes y esperas y fragmentos leídos con atención, y otros de los que apenas se guarda memoria. Ya no existe la lectura ordenada y serena: el sillón, el fuego encendido, música clásica o silencio. Leemos como vivimos: a los saltos. En un primer momento el libro llega entero hasta nosotros, luego lo despedazamos con nuestra lectura discontinua. Por último, a nuestra memoria le toca, a través de las estrategias del recuerdo o del olvido, restaurar esa unidad perdida.
El género más hábil para atrapar papeles y, por lo tanto, fragmentos heterogéneos de la lectura, es la novela. En la novela, esa sucesión de momentos de lectura, bajo diferentes estados de ánimo y en distintas circunstancias y lugares, se convierte en un requisito esencial del género. La novela exige formar parte del mundo y que el mundo se mezcle en sus páginas; exige los viajes, las esperas, la intranquilidad.
También los libros imaginarios, los que aún no han sido escritos, admiten papeles en su interior. Olvidan pronto el plan inicial y recogen las cosas que se van viviendo, la textura de la experiencia, a veces el eco de hechos lejanos. El autor lleva el Libro imaginario de aquí para allá, y de vez en cuando lo abre para agregar alguna idea, despejar una intriga o tachar algo impropio. Aprovechando que el libro está abierto y el autor distraído, se cuelan cosas del instante, papeles arrastrados por el presente, que distraen a la novela de su propio mundo. Y así sus páginas quedan marcadas por los restos en bruto de la experiencia.
A veces el autor olvida a su Libro imaginario a la intemperie, y se larga a llover. La lluvia borra páginas completas, y sólo deja algunas pistas de lo que fuera el libro. Y parece como si la historia no hubiera sido completamente borrada, sino reemplazada por una anterior, más difusa y extraña, y que estaba esperando a la lluvia como vehículo para volver.
Las cosas encontradas en los libros sólo conservan su sentido mientras las aprisionen las páginas. Unas vez sueltas, ya no significan nada. Como si de tanto estar en contacto con las palabras hubieran terminado también ellas en convertirse en alguna extraña clase de palabra. Son capaces de decir algo sólo en ese punto del espacio, sólo en el encierro, pero arrancadas de allí, ya no significan nada.