Por Natalia Zito.
Siempre digo que los libros que escribí son lugares de los que me fui. Esa posibilidad de irme es una llave que conquisté a fuerza de escritura. Una salida nunca es poca cosa, sobre todo si recuerdo que la salud mental, según el psicoanalista Jean Allouch, es “pasar a otra cosa”. Con los libros que leo, en cambio, me ocurre algo completamente distinto. Mi mayor anhelo es volver, que la lectura me diga tanto que no pueda abarcarlo de una sola vez. Cuando eso pasa, cuando un libro empieza a decirme cosas que no quisiera olvidar, busco desesperadamente un lápiz. Suelo tener uno en el lugar de lo indispensable: el estuche de los lentes. Subrayo con diferentes niveles de frenesí. Para el nivel máximo tengo lo que mi hija llama papelitos, esos señaladores autoadhesivos que permiten identificar la página. Pero no quiero detenerme en mis libros como pequeños carnavales de papelitos de colores, sino en el subrayado, esa forma noble de surcar las páginas, de dejar escrita la lectura.
El idioma materno es un libro estupendo de Fabio Morábito, una compilación de textos sobre asuntos variados de la escritura. Uno de ellos, “La vanidad de subrayar”, es una diatriba contra el subrayado a través de la historia de cierto amigo con la manía de subrayar. Manía y vanidad son palabras que Morábito usa con la serenidad de saberse a salvo. En mi caso, quiero asumir la manía de subrayar con hidalguía, con orgullo, como parte de la manía de leer. Según Morabito, su amigo subraya tanto para defenderse de lo que lee, manteniéndolo a raya. Me cuesta creer que meter la mano en los surcos de la lectura, sea una forma de distancia. Pienso, más bien, que quienes no marcan los libros cultivan cierta veneración que los lleva a tratarlos como pedestales, por lo que probablemente tampoco los presten.
Yo prefiero pensar que los libros están para usar, para tener y soltar, para tirar de sus hilos y que sirvan para otros bordados, para agarrase fuerte cuando viene una tempestad. Mi manía consiste en subrayar los lugares a los que quiero volver. Dejo rastros donde fui feliz, pude pensar algo nuevo y también donde me enojé. A veces también escribo largas notas en los márgenes. En este momento, por ejemplo, tengo a mi izquierda, el libro de Morábito abierto y -para su probable espanto- subrayado y plagado de papelitos. Cuando quiero recuperar alguna frase, la encuentro rápido gracias los óvalos que ennoblecen algunas palabras, flechas, líneas dobles y a veces, corazones.
El puritanismo de la lectura me recuerda al villano de la película La gran aventura Lego cuyo objetivo era fijar con pegamento las piezas de Lego para que nunca pudieran desarmarse. Toda la película es la batalla del hijo para mostrar al padre/villano que jugar consiste en volver una y otra vez, cambiar las piezas de lugar y encontrar nuevas combinaciones. Volver para encontrar algo nuevo, porque si eso pasa, lector y autor, como escribió Nabokov, se encuentran para darse un abrazo.